21 de abril de 2009

¿Es posible comprender el Totalitarismo?

 “La mejor treta del Diablo es la de convencernos de que no existe”. Baudelaire


Comprender algo no implica ni suficiente ni necesariamente su solución. Pero sí potencialmente. Con la comprensión se abren las posibilidades, nos introduce en la senda. Sin comprensión nos sumergimos en la niebla y todo parece confuso. Como bien nos explicó una de las grandes Maestras del s. XX Hannah Arendt la comprensión es una actividad distinta de la recopilación de información, del conocimiento científico, del sentido común y de la lógica. Por supuesto es algo muy distinto al dogma y la fe ciega. Comprender es aceptar la realidad, reconciliarnos con el mundo en el que nos hayamos. Es esa vocecita que en nuestro interior nos susurra ‘ahí lo tienes todo delante de ti; estás tú y todo lo demás, todo lo otro que no eres tú’.

Y en ese “todo lo demás, lo otro”, existen cosas como los totalitarismos. No queda más remedio que comprender, que aceptar que las cosas son así, que vivimos en un mundo donde el totalitarismo puede campar a sus anchas. Para hacerlo realmente es necesario un esfuerzo, no se comprende nada de forma pasiva o por osmosis. Requiere esfuerzo durante toda nuestra vida: nunca acabaremos de comprender, comprenderemos mientras vivamos.

Tras el Holocausto, tras Auschwitz, el mundo ya no es el mismo. El totalitarismo ha arruinado nuestras categorías del pensamiento y nuestros criterios de juicio El totalitarismo es dominio, y es autoridad. El sujeto pierde su identidad individual y colectiva, es una víctima sin derecho alguno. El totalitarismo tiene su propia lógica y su propio sentido común (más bien carece de él, es la estupidez común). ¿Cómo comprender algo así? ¿Cómo aceptarlo, reconciliarnos con ello?

La primera línea de trabajo que no dejamos de tener claro es la respuesta. Hay que tener claro que el totalitarismo es violencia, si utilizamos violencia contra violencia, no arreglamos nada. Somos como ellos. Y eso es importante: no ser de ellos, no ser como ellos, en definitiva, no ser ellos.

 

En uno de los magníficos libros de Arendt, ‘Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal’ la filósofa alemana reflexiona sobre una de las formas en las que el mal se oculta. Piensa en cómo desmontar esa treta de la que hablaba el poeta maldito francés de la cita del comienzo. El tal Eichmann (era un criminal y genocida nazi que huyó a Argentina tras la 2ª GM, donde finalmente fue capturado por el Mossad y juzgado en Israel en los 60) era un tipo banal, vacuo y simple como el mecanismo de un tirachinas. ¿Cómo es posible que haya sido tan malo y haya hecho tanto mal? ¿No damos por supuesto en éstas maldades cierto grado de inteligencia? Al menos una inteligencia maquiavélica o maquinadora. Pero no, tampoco. Además no aparecen en él señal alguna de remordimientos o mala conciencia: la gente “buena” cuando hace algo “malo” tiene mala conciencia, ésta no aparece en los criminales. El impacto de estos pensamientos es tan grande que la primera decisión que toma la inmensa mayoría de la humanidad es pasar de ellos. Pero el hecho de que la mayoría haga lo que los avestruces, meter la cabeza en el boquete pensando así que si no se piensa se soluciona, no es suficiente. ¿Cómo combatir el mal? ¿Cómo hacerle frente? y ¿Cómo comprenderlo, como aceptar que existe?

Es precisamente esa dejadez en la reflexión de la gente el inicio de todo. Es esa ausencia, es ese abstenerse de pensar, de reflexionar lo que da a los que hacen el mal, el utilizar la violencia para imponerse. El pensamiento está en todos y cada uno de nosotros, activo en unos y adormecido en otros, independiente del grado cultural o del cúmulo de conocimientos o títulos obtenidos en las universidades. No pensar y dar por zanjado de manera absoluta las cosas es, para empezar, una la primera forma del totalitarismo. El que no piensa, el que no habla consigo mismo, no se hace persona, no se constituye como individuo en el mundo. Al no tener entidad propia es manejable, puede caer en manos del totalitarismo: el adoctrinamiento y la propaganda, siempre la comodidad, unos parámetros claros entre los que moverse. Todo muy “masticadito”. El “pensamiento único”, el vacío, la nada, espacio hueco entre las orejas.

¿Pensar condiciona al hombre de tal manera que es incapaz de hacer el mal? Pensar y comprender no son desde luego la panacea absoluta que lo solucionará todo. Pensar y comprender, darle anchura y profundidad a nuestra mente, nos coloca en el camino correcto. Y lo que moverá el vagón en la dirección correcta es el amor, sin duda. El amor, es la respuesta. Querer lo que no se tiene y salir a su busca. Dedicar la vida a tal empeño. El que ama es capaz de pensar, y si el amor excluye el mal, también lo hace el pensamiento.

Siempre nos encontraremos con personas que, por ejemplo, no son capaces ni siquiera de respetar las prohibiciones más simples y cotidianas. Ni dedican ni una pequeña cantidad de tiempo en pensar en ellas. Apagar el móvil en cines, museos, hospitales, etc., cumplir con las normas de tráfico; las mínimas normas de convivencia cívica en las calles y plazas de nuestras ciudades. ¿Serán capaces de cumplir, limitaciones mas “serias”, de más peso y calado? No reconocen en los límites un bien común. No piensan en las consecuencias que conlleva  su no aceptación.

En esto entran los políticos y sus ideólogos. ¿Es que además de límites debe haber coerción para su cumplimiento? ¿Habrá que establecer un régimen que procure esa coerción, para que entonces, todo funcione? No, por favor, no se puede usar el mal para corregir el mal, no se puede imponer un totalitarismo para vencer a otro.

Hay que pedir y exigir responsabilidades. También los prohombres de nuestro mundo tendrían que predicar con el ejemplo. Pero sobre todo hay que enseñar a pensar, hay que enseñar a madurar a los seres humanos. Por eso la Educación, y el acceso libre a la cultura, es tan importante, vital. Tanto, que no tendría que ser moneda de cambio electoral, ideológica y partidista.

Pensemos, comprendamos y amemos para desmontar esas tretas del diablo: la superficialidad y la levedad. En definitiva, nada mejor que el dialogo amistoso con uno mismo. Si se consigue extender ese dialogo y esa amistad, cada vez habrá menos desorden y  menos violencia en el mundo, y evitaremos muchas catástrofes. 

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