9 de diciembre de 2009

ANOMIA


Nomos, para no aburrir con muchos tecnicismos, es una palabra griega que tiene un doble significado. En primer lugar significa una territorialidad, esto es, la delimitación de un espacio físico concreto. En segundo lugar, significa también la norma o ley imperante.  Parece claro que ambas están emparentadas, lo que comenzó siendo básicamente el lugar donde habitaba el hombre terminó siendo las normas que todo hombre, paisano o extranjero, debía de observar en esa porción de tierra. Cuando decimos, en política, anomia, estamos negando que haya ese orden o esa ley dentro de la convivencia entre seres humanos. Explica F. Bealey en su ‘Diccionario de Ciencia Política’ (EDICIONES ISTMO 2003 Madrid Pág. 28-29) que la anomia es un término acuñado por Durkheim y que lo utilizó para describir una situación en la que se pierden los valores y las normas. En la Filosofía Política actual, la anomía se ha convertido en un tema de gran relevancia, ya que esta pérdida se sustancia en muchas y variadas formas de violencia. Y ésta es, sin duda, la gran antagonista de la Democracia. Tanto a nivel interno como a nivel internacional.
A nivel interno la Democracia tiene, o al menos debería de tener, una serie de mecanismo para defenderse, en la medida de lo posible, de la anomia: el Estado de Derecho, el Pluralismo y el Electoralismo. Otra cuestión es que por una serie de razones la Democracia haya pasado de ser una forma de gobierno llena de posibilidades a una forma de gobierno estúpida que favorece más a quien la maltrata que quien la defiende. Pero, nominalmente, hemos de afirmar que la Democracia tiene recursos suficientes para no llegar a la fuerza como modo de desactivar la anomia.
Ahora bien el ámbito internacional ya es harina de otro costal. En los órdenes no democráticos no existe ni el derecho ni la justicia, son situaciones en las que el más fuerte, tenga o no razón, impone sus normas violentamente. Sí es cierto que generalmente, por no decir siempre, las transiciones de los estados no democráticos a los democráticos son violentos, no ocurren por que los tiranos se encuentren un día con la bendita idea en sus cabezas de que reine la justicia y el derecho en sus estados. El origen de la democracia está en la violencia, no en el buen talante. No todo el mundo político está en la labor de aceptar una verdad tan dura. Pero la Democracia para que pueda echar raíces y afrontar con garantías el futuro, debe renegar de ese pasado y constituirse conforme a la justicia y al derecho. No todo el mundo tiene claro esto repito. Los tiranos del tercer mundo desde luego. Los políticos demagogos y charlatanes del primero tampoco.
Nadie vive aislado. Los Estados tampoco. Entre ellos se establecen relaciones de diversa índole; es lo que ha venido a llamarse el Sistema Internacional. Si ya es difícil una reflexión sobre el carácter interno de un Estado, esto es, si es o no democrático, o incluso, la cantidad y calidad de democracia que hay dentro de la democracia; el asunto se torna muy complicado cuando reflexionamos sobre las relaciones de los Estados, democráticos o no, entre sí. Intentando de mirar el orden internacional con ecuanimidad, se llega a la desalentadora observación de que la democracia no es precisamente el orden imperante en la mayoría de los Estados. La ONU y la Corte Internacional de Justicia, que hicieron su aparición-reaparición tras las dos Guerras Mundiales, actúan como jueces-árbitros-mediadores de un supuesto pacto de no agresión recíproca que pretende, aunque no consigue, abarcar a todos los miembros de la sociedad internacional, así que tanto el pacto como el juez son profundamente ineficaces. Todo eso empeora cuando el supuesto país más democrático del orbe se comporta con una agresividad atávica contra todo el que no comparte sus ideales.
¿Es posible ser democráticos en un universo no democrático? ¿Qué ocurre cuando un hombre justo y cabal se ve rodeado de otros sujetos de una catadura moral opuesta? ¿Podrá mantenerse firme a sus principios? ¿Qué ocurre si es amenazado, o atacado, incluso físicamente, por esos otros? ¿Es posible, y legítima la defensa? ¿Hasta dónde? ¿Hasta dónde es moral defender la moral? ¿Y si un estado democrático es el que convive con otros que no lo son? ¿Se puede ser democrático rodeado de tiranos violentos o estados sin gobierno? ¿Se puede ser pacífico rodeado de violencia? ¿Hasta dónde una defensa democrática es democrática? ¿Se puede ser demócrata en el interior y defenderse por la fuerza en lo internacional? Parece claro entonces, que lo internacional atañe a lo interno. Y la pregunta sobre ¿cuál de esos comportamientos debe prevalecer, el talante del respeto de lo interior o el de la fuerza de lo exterior? aparece a continuación. Aquí hay un meollo gordo que los políticos de la actualidad tienden a ningunear: o elegimos opción a o elegimos opción b. Habría que analizar cada situación específica y con sus contextos. Lo que hacen los políticos es marear la perdiz, decir una sarta de vaguedades y estupideces y dejar que la situación se arregle sola, con lo que no solo no se soluciona sino que empeora. Esta es la clase política que tenemos: se les pone en el gobierno y la administración para que actúen y decidan no para hacer de lo obvio y de lo estúpido el núcleo de la realidad.
Desde hace unos años vivimos en esta situación de enfrentamiento abierto de países democráticos frente a otros que no lo son. Es más, ahora abundan los son enfrentamientos entre estados y otras estructuras menores (grupos terroristas, facciones mafiosas, multinacionales) en rango político pero superior en actividad y empeño. A España nos cogía medio lejos. Pero este año con lo del Alakrana y el secuestro de los Cooperantes en el oeste de África, nos acaba de estallar una situación que lleva años siendo normal en otras latitudes. La política española requiere de un nuevo aprendizaje y una nueva forma de enfocar este tipo de problemas. Primero es importante hacer de este tipo de cosas cuestiones de Estado, por encima de cuitas y odios partidistas. Esa es una de las grandes asignaturas pendientes de este país. Es tanto el odio que se tienen los grandes partidos que no son capaces de ver más allá del mismo. Segundo, se requiere todo un corpus nuevo de conceptos y prácticas que estén acordes a los tiempos que corren. La casta política gobernante tiene que volver a las aulas para aprender a ser firme y sensato sin perder un ápice de talante progresista. Por ejemplo esto de convertir al ejército de tu nación en una ONG es un anacronismo tremendo, además de ser un ejercicio de papanatismo que ralla en el absurdo. No sólo es una cosa inservible a la hora de la verdad, aunque en el interior sea una medida que de réditos políticos y electorales, sino que es una cuestión de tremendo peligro vital para la tropa.
El resultado de nuestras reflexiones no es precisamente optimista, porque a pesar de todos los esfuerzos intelectuales y toda la buena voluntad que unos pocos puedan poner en conseguir un Orden Mundial justo siempre será la fuerza (y la violencia) la que tenga la última palabra, y la que ponga los límites a la razón y no al contrario. Pero a pesar de las decepciones no podemos caer en un excesivo desencanto y perder toda esperanza. Es bueno terminar como lo hace el maestro Norberto Bobbio, pensando al menos, en que el “número de los estados democráticos ha ido en aumento, y el proceso para la democratización de la sociedad internacional ya se ha puesto en marcha”, y eso es ya algo y no la nada. Esperemos que nuestros políticos estén a la altura de ese nuevo aprendizaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario