21 de febrero de 2014

Walter Longmire



Nosotros conocemos a Longmire. Hemos estado durante dos años viendo qué clase de tipo es. Qué clase de padre, de amigo, de jefe, de poli. Sabemos cómo es su catadura moral y su profesionalidad. Conocemos su rectitud moral, también su sagacidad y minuciosidad. Sabemos el respeto que tiene por la cultura Cheyenne, y que no es, ni de lejos, un tipo racista. Sabemos que le asquea muchas cosas de las que ve en su trabajo policial. Y sabemos que no es un tipo corrupto y que aguantó carretones y carretas durante la campaña electoral, manteniéndose limpio, a pesar de todos los ataques que recibió. Precisamente por su talla moral, por su sentido del honor y la justicia es por lo que mataron a su mujer, casi matan a su hija y quieren arruinarle la vida. ¡Y llega el poli negrata de Denver a descargar toda su rabia contra el cowboy, sus prejuicios, su racismo,  su odio, sus fantasmas y los traumas psicológicos sin resolver! No le interesa saber eso que nosotros sí sabemos. Ya lo tiene claro, llega a Durant con el juicio finalizado, sin saber, ni conocer, ni preguntar, ni indagar. Piensa que el sufrimiento de su pasado le da la visa de la verdad eterna y la justicia. Quiere apuntarse un tanto, ajustar cuentas con su pasado, con la suciedad de su vida. Pretende hacer justicia pero realmente es de la peor clase de justicieros. 
¡Cómo es la vida, verdad! La suciedad de la vida que llena de porquería el espíritu de los más débiles, convirtiéndoles en justicieros indignados de las causas ajenas. Es una serie de televisión, pero cuántas veces no ocurre lo mismo en la 'vida real'. 

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