27 de octubre de 2015

La cuestión de los epítetos

15.
No creo que nadie piense -al menos yo no lo hago- en lo siguiente: mi madre hetero. Y lo mismo creo que nadie diría para sí: mi hijo gay o mi hermana lesbiana. Tampoco mi amigo vasco o mi compañera catalana. Las relaciones familiares y fraternales, el amor y la cordialidad, el afecto y el cariño convierten esas coletillas, esos adjetivos, en absurdos metafísicos. Son mi madre, mi padre, mi hijo, mi hermana, mi sobrina, mi amigo del alma, mi compañera de avatares. El 'mi' es mucho más importante que la calificación sexual o toponímica. Ese posesivo contiene la información precisa, la única necesaria. Tratamos con personas, no con condiciones sexuales ni accidentes geográficos.
Cuando tratamos con personas que nos son ajenas o lejanas la cosa cambia. Al no haber relación alguna de cercanía, los epítetos se nos escapan, muchas veces de manera automática, inconsciente. Dejamos de controlar esos calificativos, y terminamos usando etiquetas prejuiciosas sin esfuerzo. Nos salen así, sin más. Hemos sido -y somos- educados en poner etiquetas. Y todo empieza por la simpleza de llamarse en los colegios por los apellidos. Esto allana el camino para empezar a ver a nuestros congéneres como si fueran rótulos en vez de personas. 
Esto es una cosa, la fuerza de la costumbre. Otra cosa bien distinta es la mala leche rebozada de estulticia. Hay gente -y no poca por desgracia- que disfruta ofendiendo a los que son de sitios diferentes, y que no quieren respetar las opciones sexuales distintas a las suya. Esta gente enganchan varios epítetos a la vez y los convierten en hipérboles ofensivas que no voy a proferir en mi blog; pero que todos hemos escuchado, y mucha gente padecido.
Las costumbres pueden cambiarse. Los automatismos pueden modificarse. Uno de los pilares de la educación ha de ser el respeto a la diversidad. Y en casa, los padres haríamos bien en enseñar a nuestros hijos lo que es la empatía, entre otras cosas. La mala leche, sin embargo, es harina de otro costal. 
Para empezar, habría que dejar de darles pábulo, a estos incapaces del mínimo respeto. Que esas manifestaciones homofóbicas malsonantes e insultantes -por ejemplo- dejen de tener relevancia social. Todavía nos encontramos con que ciertas actitudes son premiadas socialmente. No son poco los que se jactan pública y notoriamente de metérsela doblada a Hacienda. O el típico 'macho ibérico'. Hay que dejar de alentar estos comportamientos, no jalear más estas manifestaciones. Que la gente anónima de bien les haga el vacío a todos estos. Es un punto de partida. 
  

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