Los maximalistas en política, y los rigoristas en la religión, convierten en imposible lo que de por sí viene complicado: la convivencia en sociedad de un amplio espectro de seres y estares.
Si a eso le añadimos un cierto populismo que lanza anatemas a diestro y siniestro en el contexto del enjambre digital, el problema deviene tragedia.
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