30 de marzo de 2009

Democracia

Hace algunos milenios, en todas las agrupaciones humanas conocidas y de las que nos han quedado constancia, bien sea Egipto, Mesopotamia, Persia, India o China, el modo y forma por el que estos hombres se gobernaban tenía más que ver con la postración total y absoluta a algún tipo de poder o autoridad, bien fuera terrenal o mayoritariamente etérea. Pero en una esquina del Mediterráneo, en un puñado de islas y valles una nueva forma de gobierno fue abriéndose paso. Aquello supuso una ruptura, a mi entender auténticamente revolucionaria, en la historia de la Humanidad. En Grecia, el demos, el pueblo o la ciudadanía en su conjunto, era la depositaria única de sus propios designios, para bien o para mal. Establecieron la isonomía, esto es, la igualdad ante ellos mismos, sin ningún otro intermediario divino. Cambiaron el triángulo jerárquico en el que vivían por un círculo de convivencia en libertad e igualdad. Por tanto, la forma que tenían los griegos de gobernarse en aquella Antigüedad era la excepción a una dura y arraigada regla. Tampoco podemos decir que fuera una utópica e idílica situación donde todo funcionaba a la perfección; porque al poco de nacer ya había pensadores que trataron de algún modo de modificarla o de, por decirlo de alguna manera, taponar sus vías de agua y que parecían querer hundirla. Efectivamente, no era una panacea, no era el sistema perfecto. Sí era el que más cosas podía ofrecer, el que más posibilidades tenía de crecer.

Desde entonces hasta ahora la democracia se ha convertido en una venerable anciana que no ha perdido un ápice ni de sus virtudes, pero tampoco de sus defectos. En el posmodernismo globalizado en el que vivimos o que padecemos, en opinión de algunos distinguidos pensadores, sigue vivo el debate sobre su conformación y sobre su sentido y significado. Porque aunque claramente emparentadas, la democracia en la que vivimos actualmente no es ni mucho menos aquella. A lo largo de la historia la democracia ha ido transformándose, reconvirtiéndose y reinventándose en cada época y cultura por la que le ha tocado vivir.

 La democracia que se nos ha impuesto en la civilización moderna tiene por un lado un hecho puntual que ha terminado por desencadenarla, y por otro lado, unos rasgos claramente definidos; otra cuestión y de ahí surjan las discrepancias, será el tratamiento que tendremos que darle a nuestra vetusta y enfermita democracia.

 Ese hito fundamental al que me he referido antes nos lleva hasta 1898 y la Caída del Muro de Berlín. Esto supuso una de las más claras derrotas de un modelo político (el modelo comunista ruso), y algo más. Supuso el triunfo y entronización del modelo liberal-capitalista. El constructo que surge de este estruendo es un modelo novedoso que nunca antes se ha visto en la historia de la política y sus ideologías: la sociedad basada sola y exclusivamente en la propiedad y el mercado. Este surgimiento es tan potente y rotundo que acabó con todo el debate posible, que en ese momento estaba acrisolándose, sobre el camino que podría tomar nuestra civilización. El triunfo fue tan atronador que enmudeció toda otra posibilidad que no fuera la victoriosa.

En los tiempos que vivimos no asistimos a una crisis política, asistimos al desplome de la misma, al desprestigio de ese bien común que algunos llaman política. ¿Cuál es la razón de ese actual estado de la política, de neutralización y desnaturalización de la misma?

La razón principal y fundamental es que la economía ha engullido por completo a la política. Aunque realmente podríamos cambiar economía por el nuevo capitalismo que surge, a su vez, del nuevo liberalismo. Pero esta vez con una ferocidad atroz: la globalización. Lo que surgió en principio como una teoría (en las propuestas de Hayek) terminó dando el salto a la realidad geopolítica: primero a la Europa y la Oceanía más desarrollada, para terminar extendiéndose por los estados emergentes de finales del s. XX (China, India, Rusia y Brasil entre otros).

Los gurús de este neoliberalismo globalizado defienden a ultranza este nuevo status quo, también su cientificidad, además de atacar a todo el que se opone, llamándolo radical o reaccionario. El panorama que tenemos de esta nueva democracia de mínimos y capitalizada, de consumidores en vez de individuos y de votantes en vez de ciudadanos es desolador: sólo la productividad es importante, sólo se valora aquello que puede ser apropiado y monetarizado, los ciudadanos se reducen a meros consumidores competitivos a los que además se les exige una especie de “fe ciega” en el sistema.

Todo esto supone un gran fracaso, además de provocar grandes problemas y desastres naturales y sociales. Tampoco es cierta la cientificidad y naturalidad del sistema económico globalizado, antes bien supone la destrucción de las tres relaciones más importantes: el trabajo, la tierra y las implicaciones sociales.

[Sobre este asunto de la nueva democracia y cuáles son sus alternativas es muy recomendable la lectura: Sendas de Democracia. Entre la violencia y la globalización. Fernando Quesada Castro. Editorial Trotta  Modelos de Democracia. David Held Editorial Alianza]

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